Congreso de los diputados (CC).
Durante
el último año he contrastado a menudo estados de ánimo con extranjeros
hermanos de lengua y con españoles emigrados en cuyos rostros he visto
la claridad de la decisión. Ya en el avión de regreso, nada más mirar de
reojo la portada de los diarios, las sensaciones empiezan a cambiar de
signo. La luz peninsular, graciosamente indecisa, entre europea y
africana, proporciona un minuto de ilusión, pero tarda poco en dejar
paso a la sombría impresión de retornar a un estado de cosas gris y
amenazador, que se confirma con el primer informativo. Las noticias
transmiten una sensación de estancamiento insoportable, de recaída en
una especie de castigo divino. Me refugio en la distancia de la
curiosidad etnográfica para anotar esta observación: la naturaleza en mi
país tiene virtudes que se apagan en cuanto alzan la voz sus nativos.
Al
caudal obtenido por procedimientos ilegítimos, puesto a salvo en
paraísos fiscales y ratificado por el apaño legislativo, la negra
avaricia de nuestras élites puede añadir en la columna de su haber el
desánimo completo de la sociedad española. La especulación que se
apodera del bien común no solamente ha desangrado la economía y aflojado
el pulso del cuerpo social, sino que, al pretender hacer pasar por
bueno un estado corrupto, ha dejado al país sin espíritu, literalmente
desalmado. He aquí el efecto más temible de la crisis. En otras
latitudes la maldad actúa sin máscara, pero en España aspira a ser
bendecida por un carcomido derecho de señorío, a justificar el
sometimiento de las clases populares y la apatía de los jóvenes con una
democracia de cartón piedra que se publicita en imágenes digitalizadas.
La
pérdida anímica de la sociedad española tiene sobrados precedentes
históricos: en el bandolerismo primitivo, en la corrupción de la nobleza
aliada con la delincuencia, en el anhelo de fortuna desmedida, en el
desprecio por los oficios manuales, en el ideal imposible de la limpieza
de sangre, en la exaltación de la fe reducida a espectáculo. Pero está a
punto de consumarse precisamente cuando los españoles parecíamos haber
llegado por primera vez a un consenso para poner remedio a nuestros
males atávicos. Un falseamiento paulatino de los artículos de la
constitución relativos al estado social libre y de derecho, a la
soberanía popular, a la separación de poderes, a la nación de naciones,
está al cabo de lograr lo que no pudieron siglos de absolutismo, la
cansina alternancia en el gobierno de los partidos burgueses y las
dictaduras militares.
La
explicación de estos hechos es simple, aunque de intrincada apariencia,
y debe ser urgentemente compartida con las jóvenes generaciones tanto
en casa como en la escuela. El sistema de partidos ha protegido la
alternancia excluyente de la derecha tradicional con la
socialdemocracia, garantizándose el beneplácito inicial de los
nacionalismos conservadores, que luego acaban por pasar factura. El
predominio de los partidos de gobierno, tanto a nivel estatal como
autonómico, se sostiene sobre dos pilares fundamentales: la especulación
financiera y la manipulación de la opinión pública. Los especuladores
financian a los partidos de los que obtienen contratos prometedores, los
partidos favorecen a los grupos mediáticos afines, los grupos
mediáticos aprovechan su influjo para engrosar las cuentas de sus
directivos.
Esta
circulación del poder no constituido influye poderosamente sobre el
voto, que es el único modo de participación democrática, y secuestra la
soberanía popular, obligándola a pasar por el aro de la filiación
clientelar. No hace falta perder mucho tiempo en discusiones sobre
formas del estado que son mero decorado de teatro: vivimos sometidos a
una oligocracia financiera, partidista y mediática. Quien no participa
en el reparto de favores económicos, de cargos públicos o de horas de
entretenimiento deportivo, está virtualmente fuera del sistema. Si
todavía dispone de un puesto de trabajo, gracias a un oficio ajeno a la
especulación, a la política de ámbito nacional o local, a los operadores
de comunicación, está seriamente amenazado de perderlo, por muy liberal
y respetable que sea su profesión.
Algo
parecido ocurre en la mayoría de los países occidentales que nos han
proporcionado el modelo, pero aquí el cerco que amenaza a la democracia
se estrecha rápidamente debido a algunos factores determinantes: la
apropiación de las estructuras sociales por parte de las élites más
voraces y la calculada dependencia de la judicatura o de la Agencia
Tributaria respecto del ejecutivo agravan las consecuencias de la cesión
de la soberanía popular en manos de los partidos mayoritarios, de
quienes los financian ilegalmente, de los medios que encubren la
manipulación de la opinión pública bajo un ligero y pegajoso barniz de
independencia informativa.
La
mentira se ha convertido en sinónimo del quehacer político, justificada
por las técnicas de imagen y por los índices de audiencia. Son
incontables los casos en que los responsables públicos mienten sin
recato en los medios de comunicación o en las audiencias judiciales y,
cuando sus mentiras son puestas al descubiertο, prosiguen tranquilamente
en sus cargos. Cada vez es más difícil que la verdad se abra paso en la
política española. Los jueces que se atreven a plantar cara a la
corrupción se ven obstaculizados o apartados de sus funciones. En
particular quienes ponen el dedo en la llaga de la banca que ha servido
para expoliar y endeudar a las comunidades locales, corrompiendo a sus
funcionarios, extendiendo la red de la infamia por las cuatro esquinas
del mapa.
Por
si esta barbarie que ha desangrado el país fuera poca cosa, el partido
en el Gobierno —principal responsable, aunque no único, en el diseño de
esa estructura dispuesta para el saqueo—
pretende no solo quedar impune modificando las leyes a su medida, sino
extender definitivamente el alcance de la especulación privada a las
áreas más sensibles del bien común. Imaginemos el porvenir de la sanidad
y de la educación en manos de empresarios como los que han saqueado las
cajas, a los que hay que rescatar mientras multiplican sus ingresos
millonarios, prestos a vender a la primera de cambio su mercancía a
intereses foráneos, aún más voraces y experimentados en hundir empresas
en aras de la libertad de mercado.
La
reforma laboral nos engaña al pretender que va a crear nuevo empleo. Su
objetivo principal es aligerar los costes del despido libre, el
secundario repartir empleo precarizado. La destrucción masiva de empleo
se debe al estallido de la burbuja inmobiliaria, que lo creó de forma
artificial, pero también al hecho de que las nuevas tecnologías tienden a
suprimir tareas y oficios tradicionales. Para crear empleo saneado y
durable habría que inventar empresas nobles, abrir para las energías
jóvenes cauces prometedores, más anchos que el deporte de élite, si bien
no exentos de pagar impuestos. La ciencia y la tecnología tendrían que
aliarse con las humanidades y las artes —que representan nuestra mejor tradición sin que la Constitución las reconozca—
y atraer estudiantes extranjeros hacia nuestras viejas universidades.
Eso no parece entrar en las miras de la nueva ley de educación. El país
no tiene energía para inventos. Ni para reconocerse a sí mismo.
No
es exagerado decir que nuestro país está, más que desanimado, desalmado
por la falsedad, por la falta de conciencia social e histórica, por una
apariencia de democracia que amenaza con derrumbarse, que intenta
sostenerse con medidas autoritarias dictadas por el miedo. Miedo al
reflujo de la verdad, a las previsibles reacciones populares, a la
inmigración proveniente de los países más pobres. Se desvían del alcance
de los jueces sanciones desmesuradas contra la libertad de expresión,
en nombre de la seguridad exclusiva de los servidores de la plutocracia;
se arman barreras crueles en las fronteras, que no pretenden sino
contentar a los señores de Europa con el llamativo color de la sangre.
Tanto celo se pone en proteger los privilegios de las élites que los
propios arietes de las finanzas tienen que corregir el ardor de sus
cancerberos.
Una
temible arrogancia de larga tradición en España proclama que es natural
la desigualdad entre los hombres, mientras hace todo lo posible por
aumentarla artificial e ilegalmente. Privatiza el bien común, pero
nacionaliza agujeros bancarios e infraestructuras deficitarias. Habla
sin respeto de «izquierda indigente» y encarece la inteligencia de un
sistema de mercado que funciona por automatismos más bien primarios. Su
orgullo de casta se apoya en un razonamiento bastardo, que falsea la
prueba concluyente. Su concepto de sociedad consiste en fortalecer a la
minoría dirigente en edad productiva y en mantener a la mayoría cerca de
un umbral de pobreza graduable a voluntad. Es un concepto de sociedad
sin futuro.
Esto
ya no es un asunto de izquierdas o de derechas. La posibilidad de
buscar otro horizonte está en manos de todos, pero principalmente en las
vuestras, chavales, cualquiera que sea la educación que hayáis
recibido. Tal vez podáis evitar, con un nuevo concepto de generosidad
respetuosa, que nuestros lares pierdan el ánima para siempre. Vuestros
hermanos mayores ya están buscándose la vida en el extranjero, son el
renovado exilio de la ilusión, de la creación y del pensamiento
hispanos. Cuando me encuentro con ellos en ciudades del Viejo o del
Nuevo Mundo, me reciben con la misma alegría cualquiera que sea su
comunidad de origen. Eso me hace pensar que quizá un país que pierde el
alma pueda empezar a rehacerse en la imaginación de los que se han visto
obligados a marcharse. La pregunta, chavales, es si vosotros queréis
crecer en un país desalmado. Si respondéis que os da lo mismo, yo
también emigro. Y si me viera atrapado por el hechizo de las luces y de
las sombras peninsulares, emigro al menos con el pensamiento, me quedo
como ausente entre vosotros.